Ya conocemos las virtudes del dulce de leche, ya reconocimos el ingenio en creaciones tan disímiles como la birome y las huellas digitales. Aunque a la mayoría se le pase por alto, nos enorgullecemos frente a la investigación sobre los anticuerpos monoclonales, ya que ese descubrimiento también, lleva, imborrable, el sello nacional.
No obstante, permanece oculto, rezagado, un genial invento, que debería ocupar el centro de la escena, un merecido lugar de reconocimiento. Tal vez algunos ya sospechen a lo que estoy haciendo referencia. Sí, señores, estoy hablando del fabuloso y genial binomio del Queso y Dulce. Aquella combinación inigualable de sabores opuestos como lo dulce y lo salado. Esa ancestral alquimia que calma la más terrible de las ansiedades.
Ahora bien, quienes no conocen ni probaron aún tal delicioso invento y se dignen a experimentarlo deberán saber que se lo suele encontrar en dos variedades. Queso fresco y dulce de membrillo, también conocido como “Postre Martín Fierro”, o queso fresco y dulce de batata, también llamado como “Postre Vigilante”. Si me apuran un poco, debo confesar que me inclino hacia la última opción.
Pero quiero destacar sobre todo el placer concomitante a la experiencia de comer este delicioso postre. Me refiero a la necesidad de mancharse y pegotearse los dedos, de “enchapetarse”, como dirían mis antepasados turcos. Porque después de todo, hay que tomar contacto con la comida apelando a todos nuestros órganos y nuestros sentidos.
Y hablando de antepasados, deseo rescatar esa sana cualidad proveniente de la cultura gastronómica española e italiana: el sabor de lo simple -si puede decirse tal cosa. Una justa elección de los elementos apropiados para preparar las comidas. Muy a lo lejos de aquellas bazofias inglesas llenas de especias sin sentido.
Por eso, rescato ese algo cremoso, ácido y dulce, con esa única textura, que logran ese placer que nos remontan a las mesas familiares de algún verano porteño, donde un padre le ofrece a su inexperimentado hijo uno de los pequeños secretos, que constituyen –luego de tanta interpretación- la sal de la vida.
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