lunes

adentro

Despertó, fue al baño y el espejo, como era costumbre, reflejó su rostro.
Aquel espejo le resultaba especial porque luego de despertarse, día tras día, anunciaba que él era él, que lo seguía siendo.

La claridad del agua que fluye en un arroyo.

Miró al espejo y se saludó. Empezó a conversar con la imagen espejada pero rápidamente se sintió incómodo y terminó desistiendo de tal inútil proyecto.

Damos un paso, el horizonte se aleja mil.

Se miró al espejo y sintió –como un falso despertar- que detrás del cristal se encontraba otra persona. El espejo le hablaba con especial claridad y velocidad vertiginosa.

El horizonte, extenso, dibuja la delgada línea de un cristal filoso.

Una vez más: despertó antes de lo acostumbrado debido a la intensa luz que entraba en la habitación. Esa claridad, que en un principio lo hostigaba, ahora lo bañaba y protegía.

La claridad inspirada por ciertos rayos del sol.

Una vez más: despertó y, ni bien logró cierta conciencia, quedó asombrado por la extraña luz que se filtraba a través de los cristales amarillos de las ventanas de su cocina.

La claridad, nuevamente.

Una vez más: despertó y observó que todos sus cajones estaban abiertos.
Al cerrar uno de ellos encontró en su interior gran cantidad de pequeños cristales rotos. Y recordó cuando en su infancia aprendía a andar en bicicleta. Un día, mientras la montaba, pisó unos vidrios rotos, la rueda delantera de su bicicleta pinchó, perdió estabilidad y, al caer, apoyó sus manos en los vidrios. Con sus manos ensangrentadas regresó a su casa llorando, llamando a su hermana y sus padres.

La angustia en la garganta, la asfixia.

Al cerrar el último cajón, tuvo la impresión de que a lo largo de su vida, en un sentido figurado, había cerrado cajones una y otra vez. Pensó también que si lograse abrir dichos cajones, obtendría miles de historias para contar.

Lo secreto, lo indecible que queda sepultado en un cajón bajo llave.

Cerrados ya los cajones recordó a Salvador Dalí y una de sus pinturas donde el tiempo se dilata, los relojes son blandos y los cajones están sostenidos por frágiles varillas. En aquellos paisajes todo se borraba y transfiguraba. La imaginación se convertía en la anfitriona del espectador.

La claridad en el ocaso, la oscuridad en el alba.

Luego de comer algo, se recostó a descansar y, sin darse cuenta, volvió a dormirse. Soñó que los cajones nuevamente se abrían. Él volvía a cerrarlos pero en cuanto se daba vuelta, los cajones salían de forma automática, vengándose, como muebles hechizados.

Perderse en un jardín inglés.

Una vez más: despertó recordando un sueño de horizontes inalcanzables, que luego olvidó. Todo se borraba, pensó, todo se diluye.

Lo secreto, nuevamente.

Miró al espejo por última vez y salió a la calle.

Y se dio cuenta al fin de que había buscado el horizonte, añorado la claridad de algunas horas del día, mirado demasiados espejos, guardado palabras en cajones, que se había cortado con cristales y que había querido despertar ya encontrándose despierto.

La claridad de algunos sentimientos que no hace falta explicar.

Ya en la calle, caminando, salió hacia afuera.